El Toque crítico
Por: Khalid Osorio
El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, cimbró a México, provocó marchas, velas, consignas y una ola legítima de indignación social. Su muerte no puede quedar solo como una estadística más: las manifestaciones populares que exigieron justicia tienen todo el derecho de existir y merecen respeto. Pero en medio de esa legítima protesta hay sombras que merecen señalarse.
Comencemos por los hechos: Manzo fue ejecutado en un acto público el 1 de noviembre de 2025 en Michoacán, lo que lo convirtió en uno de los al menos 10 alcaldes asesinados en lo que va de la administración de la presidenta Claudia Sheinbaum. En los últimos 25 años, se calcula que han sido asesinados 119 alcaldes, lo que significa que, en promedio, uno es ultimado cada dos meses y medio. La gravedad del fenómeno exige, sin duda, una respuesta firme, transparente y sostenida.
Y sin embargo, algo desentona en ambiente: los políticos de oposición se subieron de inmediato al escenario del duelo, del reclamo y del “¡basta ya!”, como si el dolor ajeno fuera plataforma. En un abrir y cerrar de ojos, personajes que en otras ocasiones guardaron silencio o se deslindaron del tema, reaparecieron con pancartas, discursos y acusaciones mediáticas.
El coordinador de la bancada del PRI en el Congreso de la Unión, Rubén Moreira, es uno de los que muestran mayor indignación, hizo un performance con sombreros, como los que utilizaba Manzo, bañados en sangre. Vaya incongruencia —y rapidez— pues cuándo era gobernador de Coahuila y su sobrino fue asesinado durante su mandato, tardó 12 días en aparecer, tal vez le indignó menos, o esperaba que el ánimo social disminuyeron, ya que el encargado de garantizar justicia era él.
Alguien que siguió esta misma narrativa, quizá ordenada desde la dirigencia, es la diputada federal por Querétaro Abigail Arredondo. Vale la pena recordar, a casi un año de la masacre en Los Cantaritos, caso en el que pidió no politizar y mesura ante los señalamientos de un militante del PRI como familiar de uno de los involucrados en esta disputa entre cárteles, no marchó, prefirió defender al instituto político que encabeza. Deja dudas si es diputada por Querétaro o Michoacán.
Los medios de comunicación tampoco salen exentos. Su cobertura intensa del caso —con horas de información en vivo, análisis, entrevistas y especiales en prime time— contrasta con su silencio o tibieza en casos similares o incluso más graves en otras entidades. Es sabido que muchos medios “juegan de un bando”. Está bien que documenten y denuncien la violencia, que informen, que empujen al poder a rendir cuentas, esa debe ser la naturaleza, siempre. Pero también conviene recordar que en el sexenio de Felipe Calderón se registraron 37 alcaldes asesinados, convirtiéndose en una de las etapas más mortíferas para autoridades municipales en funciones. Y en el periodo de Enrique Peña Nieto fueron 42 casos, la cifra más alta en el recuento deblos últimos 25 años. Incluso firmaron un pacto con el gobierno calderonista para tener más mesura al momento de documentar la violencia, o tal vez para voltear a otro lado mientras esta continuaba.
¿Por qué entonces esta cobertura selectiva cuando la historia muestra un patrón de violencia prolongado? No se trata de minimizar el dolor de Uruapan, ni de quitarle peso a las marchas. Se trata de exigir coherencia: si es indignante lo que ocurrió ahora, entonces siempre ha de serlo, y no solo cuando conviene políticamente. Las cifras muestran que este tipo de violencia sobre alcaldes municipales es estructural, no coyuntural. Y los reclamos deben ser persistentes, no intermitentes.
Llegados a este punto, la cuestión se vuelve explícita: ¿Qué marchas queremos? ¿Las que emergen del dolor genuino o las que se construyen como escenario político? ¿Qué cobertura mediática buscamos? ¿Una que informe, dé contexto y exija responsabilidad o una que se limite al espectáculo emotivo y favorezca agendas ideológicas?
La indignación y las marchas son legítimas, pero merecen ser filtradas para tener credibilidad. Si los rostros que lideran la protesta son aquellos que han ignorado casos similares o que han mantenido silencio cuando les tocaba, entonces la legitimidad se resiente. Y eso no le hace bien a la causa.
Al final, la indignación es una fuerza poderosa. Puede mover gobiernos, impulsar reformas e incluso cambiar narrativas. Pero para que sea creíble, tiene que ver con todos los casos, con toda la cultura de impunidad, con todos los presidentes municipales que jamás tuvieron un micrófono, con todos los partidos que abandonaron el reclamo cuando no convenía. Porque si no, la indignación también se convierte en espectáculo.
En Uruapan murió un hombre. Y con él, quizá, se nos está muriendo también la oportunidad de protestar de verdad, con sentido y sin poses. Que el duelo no sea ocasión de politiquería de coyuntura, sino de cambio estructural.


