por: Khalid Osorio
En el debate público mexicano hemos terminado por confundir la “austeridad republicana” con una especie de manual de urbanidad sobre la vida privada de los funcionarios. Lo que nació como un principio de gobierno —administrar con sobriedad los recursos del Estado, acabar con los gastos superfluos y con la ostentación pagada con dinero público— se ha degradado hasta convertirse en una persecución absurda sobre dónde viven, qué visten o hasta en qué mesa se sientan a comer quienes forman parte o simpatizan con la llamada Cuarta Transformación.
De pronto, la prensa comenzó a encontrar carnita donde no la hay: un café en alguna zona pudiente se convierte en titular indignado, una comida en un restaurante de Polanco es interpretada como un “escándalo de lujo”, un departamento en una colonia de clase media se transforma en prueba de “incongruencia”. Y en ese camino, la crítica se ha vuelto un ejercicio superficial, un linchamiento mediático que poco tiene que ver con la verdadera esencia de la austeridad republicana.
Conviene recordarlo: la austeridad republicana no se trata de imponer un régimen de vida franciscano a los individuos, ni de fiscalizar lo que llega al plato de un funcionario o sus familiares. Es una política de Estado, un modo de entender la administración de lo público: que los recursos del erario no se desperdicien en viajes fastuosos, camionetas blindadas innecesarias, nóminas infladas o despilfarros disfrazados de “gasto oficial”. La austeridad apunta al uso del dinero público, no a la vida privada de quienes trabajan en el gobierno.
Toda persona puede hacer con su dinero lo que mejor le parezca, siempre y cuando su patrimonio se ajuste al monto que recibe de manera legal por su trabajo. Esa es la línea que separa la libertad individual del abuso de recursos públicos. Aquí es donde realmente importa la vigilancia: no en lo que comen, compran o visten los funcionarios, sino en que no utilicen su cargo para enriquecerse ilícitamente ni para dar un espectáculo de austeridad fingida.
El riesgo de este malentendido es evidente: en lugar de fortalecer la rendición de cuentas, se estimula la superficialidad. Pasamos de exigir transparencia a convertirnos en inspectores improvisados de menús.
Pero lo grotesco del asunto es que pareciera que ya no basta con exigir honestidad y transparencia en el manejo de recursos públicos: ahora también queremos decidir el guardarropa de los políticos, el tipo de auto que manejan, e incluso el barrio en el que deben vivir para ser “coherentes”. El resultado es absurdo: políticos convertidos en caricaturas, obligados a posar en puestos callejeros para no ser acusados de traidores al espíritu de la República.
Si bien es cierto que muchos políticos “chapulines” han brincado hacia la 4T en los últimos años, y han sido absueltos de su pasado (algunas veces para un fin mayor, otras no) eso no los convierte automáticamente en honestos, aunque ese sea el lema. Llegar a Morena no garantiza ética, ni estar en el Verde te vuelve una persona sensible con los animales o un experto ambiental, ni ser del PRI (en lo que aueda) te convierte en revolucionario, ni apoyar al PAN te blanquea.
La discusión seria debería estar en otro lugar: en cómo garantizar que cada peso del presupuesto se use en beneficio de la gente, en cómo eliminar privilegios que dañan a la República y no en imponer dietas, códigos de vestimenta o domicilios aprobados por la opinión pública. Porque, al final, los servidores públicos tienen derecho a usar su sueldo como les venga en gana —igual que cualquier trabajador— siempre y cuando su patrimonio refleje los ingresos legales que perciben.