Por:Khalid Osorio
En Querétaro, hay días en que basta leer tres medios para haberlo leído todo. Mismos encabezados, mismas opiniones, mismos adjetivos. Un nado sincronizado: todos alineados, todos coordinados, todos apuntando hacia el mismo lado, donde los titulares parecían fotocopias y las “opiniones” repeticiones de un mismo guion.
Ocurre cuando se trata de validar proyectos o políticas públicas polémicas; la cobertura mediática se vuelve abrumadoramente favorable, sin espacio para el disenso ni para la crítica. Y ocurre también cuando hay que señalar a un “enemigo” del momento, que se convierte en un personaje deleznable en las portadas, mesas de ‘análisis’ y espacios de opinión de aquellos que se autonombran analistas políticos, pero que difícilmente conseguirían un espacio en un contexto distinto.
Esto no es casualidad. En Querétaro, los gobiernos dedican cantidades considerables al rubro de comunicación social; tan solo el gobierno estatal gasta más de medio millón de pesos al día para este fin. Pero ese gasto no tiene como prioridad informar a la ciudadanía. Su función real es garantizar que la prensa diga lo que se espera que diga… o, más importante aún, que no diga lo que no debe. Se paga por silencios, por omisiones, por editoriales alineadas y por coberturas que no estorben. La coreografía es perfecta, el ritmo idéntico, las voces calcadas. Todos opinan lo mismo, todos señalan lo mismo, todos callan lo mismo. Así, la prensa, ese poder que alguna vez se concibió como contrapeso del poder político, se ha convertido en su mejor vocero.
El problema es que este modelo ya no funciona como antes. Y lo más grave: ha erosionado lo único que hace valioso al periodismo: su credibilidad. ¿Qué tanto puede confiar la sociedad en medios que jamás cuestionan al poder que los financia? ¿Qué legitimidad tienen los que editorializan desde los boletines oficiales?
Lo paradójico es que mientras los medios convencionales pierden autoridad, otras voces comienzan a emerger desde abajo. Las redes sociales han abierto grietas en el muro del discurso oficial. Ahí donde los medios tradicionales callan, surgen cuentas ciudadanas que denuncian; donde los noticieros aplauden, aparecen videos, textos, fotos que muestran lo que se quiere ocultar o minimizar. Los medios ya no dictan la agenda pública como antes. Ahora compiten con una ciudadanía que, con un teléfono en la mano, puede hacer periodismo en bruto, denunciar en tiempo real y viralizar lo que el aparato mediático intenta enterrar.
Esto tiene consecuencias profundas. Marshall McLuhan escribió que “el medio es el mensaje”. Es decir, que la forma en que se transmite la información cambia su sentido, moldea la percepción y redefine el poder. Cuando la prensa era el único canal, controlaba no solo el contenido, sino también el tono, el tiempo y el alcance. Hoy, ese monopolio ha desaparecido. Y en ese nuevo entorno, el mensaje también cambia: ya no hay una sola voz autorizada. La confianza se fragmenta, el poder se reparte y el mensaje depende, más que nunca, de quién lo emite y desde dónde. La prensa no ha sabido conectar con una sociedad que no puede verlos como interlocutores confiables ni quitarles estigmas que han arrastrado históricamente.
Esto puede ser una oportunidad o una amenaza. Por un lado, las redes sociales han democratizado la palabra. Por otro, también han abierto la puerta a la desinformación, la manipulación y la polarización. En ese contexto, el periodismo riguroso, ético, profesional, sigue siendo necesario. Más que nunca. Pero está en crisis. No solo por los ataques del poder, sino porque la sociedad no siempre lo respalda.
Hacer periodismo cuesta. No se trata solo de escribir: hay que investigar, contrastar, verificar, resistir presiones. Detrás de cada nota hay horas de trabajo, de calle, de riesgo. Pero muchos esperan que esa información sea gratuita, que esté siempre disponible y que, además, sea impecable. Si no entendemos que el periodismo independiente necesita financiamiento —ciudadano, transparente, libre de ataduras—, entonces lo condenamos a desaparecer.
Hoy en Querétaro hay medios que nadan con gracia, pero empujados por el dinero público. Y hay otros que, sin recursos ni protecciones, tratan de sostener una práctica que cada vez cuesta más: hacer preguntas cuando todos repiten. Contar verdades cuando todos escriben bajo el mismo guion.
Apoyarlos no es solo un gesto ético: es una inversión democrática. Porque sin periodismo libre, solo queda propaganda. Y sin credibilidad, ningún medio puede llamarse periodístico, aunque tenga oficinas, cámaras y micrófonos. Puede tener forma de medio… pero ya no es el mensaje. El mensaje, hoy, está en otra parte. Y es nuestra responsabilidad defenderlo.